domingo, 12 de noviembre de 2006

EL CAMINO DE LA BUENA SUERTE IV

En medio de una latencia demasiado perfecta, aparece el interés por aprender música de una manera poco alentadora. Es decir, como si estuviera sentado frente a un lago con el compromiso de beberme hasta la última gota de agua. Es muy probable que hubiera en mi historia familiar una fuerte tradición de corto plazo y planificación cero, razón por la cual lo habitual era quedarse sentado frente al lago sin intentar siquiera el primer sorbo. Pero la imaginación es feroz, y aunque no movamos un dedo, no cuesta nada ver la tarea terminada. Así es como cuando alguien sugirió mi actividad musical, yo no me imaginé precisamente la primera lucha con el diapasón ni por hacer que mis manos obedecieran, sino que me vi ejecutando una obra que seguramente escucharía por esos días y que ahora ni recuerdo, salvo que parecía el Moto Perpetuo de Paganini. Luego surgió la posibilidad de tomar clases de guitarra. Los comienzos fueron poco auspiciosos, no solamente por el contexto un poco terrorífico para un chico de 10 años, (aunque hoy podría ser peor), sino también porque tocar la guitarra es difícil. Me descubrí enfrentado en soledad y con las deficientes fuerzas propias de la edad no solamente al instrumento, sino también a una encrucijada: ¿Seguía la tradición familiar y me quedaba sentado observando el inmenso espejo de agua o empezaba a beber, de la forma más adecuada y metódica hasta donde pudieran llegar mis fuerzas? Con un poder de creatividad no muy recomendable y una percepción de la finitud poco característica de la edad, desarrollé una tercera opción: me arrojé al agua y traté de tomarla toda de un trago. Pero no había tercera opción. Esta no era más que otra vía para expresar y desarrollar la primera. Así fue como luego de la indigestión que la euforia provoca, me encontré sentado frente al lago, tal como atávicamente se nos había enseñado, tratando de entender qué había pasado, y conjeturando que tal vez en la vida siguiente alguna recompensa habría.

Afortunadamente la vida siguiente no fue la vida eterna, sino una que había sido concebida en esa actitud de arrojo, esa búsqueda de algo distinto, ese intento de ruptura con lo tradicional, (aunque dudo que la palabra tradición , que implica algo de construcción, fuera la que mejor nos definía) que me impulsó a creerme que era un dios, y que luego de ser vencido por la guitarra y por el escenario donde se desarrollaba este mamarracho, me dejó marcadas dos cosas importantes: la notación musical y la composición. La segunda más profundamente.
Como ya insinué, las clases de guitarra duraron poco. No tenía una guitarra acorde a mi edad, no tenía fuerza para pisar las cuerdas, la profesora era un ser abominable, me costaba tomar la decisión de salir de mi casa, tomaba clases en grupo, y por último, no parecía ir a ningun lado con lo que hacía. Pero ya había sido infectado con el germen del arte, y más allá de que a la vista fue necesario que pasara mucho tiempo, el camino del ruido pudo haber nacido aquí, cuando me di cuenta de que esto no servía para nada (en los términos de la clase obrera con delirios de burguesía, claro), pero que igual había un camino que no podía dejar a un lado. Cuando me dí cuenta de esto, ya había hecho muchas canciones, y no podía volver atrás ni estaba interesado en hacerlo.